Los libros son mucho más que papel, tinta y letras. Son los testigos silenciosos de la humanidad. En sus páginas se ha narrado el dolor de las guerras, la belleza de lo cotidiano, las ideas que transformaron civilizaciones enteras y los suspiros de millones de almas que alguna vez amaron, soñaron, temieron o creyeron. Leer es un acto íntimo, pero también colectivo: al abrir un libro, abrimos también la posibilidad de conectar con quien lo escribió, incluso si vivió hace siglos.
Desde los primeros símbolos grabados en piedra hasta los libros digitales que llevamos hoy en el bolsillo, la historia de la humanidad se ha contado una y otra vez, buscando no perderse. Porque eso es leer: rescatar del olvido lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.
Cada civilización ha dejado su huella escrita, porque entendieron que la palabra es una herramienta de eternidad. En los libros están las respuestas que alguna vez buscaron nuestros antepasados, pero también las preguntas que nosotros aún no sabemos hacernos. Leer no solo nos informa: nos forma. Nos permite cuestionar, comprender, empatizar, resistir, imaginar.
Hoy, en un mundo cada vez más acelerado, donde lo inmediato parece reinar sobre lo profundo, conservar el hábito de la lectura no es solo un pasatiempo bonito: es un deber cultural. Porque si dejamos de leer, dejamos de escuchar a quienes vinieron antes. Dejamos de pasar la antorcha del pensamiento, del arte, de la crítica, de la emoción. Dejamos de construir puentes entre generaciones.
Leer es un acto de resistencia ante la indiferencia. Es sembrar en nosotros la capacidad de sentir más, de pensar mejor, de vivir con más conciencia. Es también una forma de cuidado, de reencontrarnos con nuestra esencia humana en medio del ruido.
Cada libro que leemos es una conversación con el tiempo. Y cada vez que elegimos abrir uno, contribuimos a que esa conversación no se pierda.
Porque cuando se olvida leer, se olvida recordar. Y sin memoria, no hay futuro.