En los últimos días, el rostro de nuestra presidenta, con A, volvió a ser el centro de atención. No por una decisión importante, un discurso o una reforma, sino por algo tan superficial como la posibilidad de que se haya aplicado bótox. Y aunque parezca una conversación trivial, en realidad abre la puerta a un tema mucho más profundo: la violencia política de género
Cuando una mujer en el poder es reducida a su aspecto físico, se le niega, sin decirlo abiertamente, su derecho a ser juzgada por su trabajo. Se cuestiona su capacidad, se trivializa su rol y se perpetúa la idea de que, por el simple hecho de ser mujer, tiene que verse, hablar y actuar de cierta manera para ser o no tomada en serio.
Este tipo de críticas no son nuevas, pero sí cada vez más visibles gracias a las redes sociales. Y aunque muchas veces se disfrazan de humor o de “opiniones personales”, terminan reproduciendo un mismo patrón: atacar desde lo personal, no desde lo político.
La presión estética sobre las mujeres es real y cotidiana, más aún cuando ocupan cargos públicos. Mientras a los hombres se les valora por su liderazgo, estrategia o discurso, a las mujeres se les exige, además, cumplir con estándares de belleza y juventud imposibles.
No se trata de si se puso o no bótox. Se trata de entender que usar esa información para restarle legitimidad a su papel como mandataria es violencia. Y una sociedad democrática no debería permitir que eso pase desapercibido.