En la historia de la conservación ambiental en México, pocos nombres resuenan con tanta fuerza y cariño como el de Miguel Álvarez del Toro. Zoólogo autodidacta, apasionado de la naturaleza y pionero en la protección de la biodiversidad del sureste mexicano, dedicó su vida a estudiar, entender y defender la fauna de Chiapas como pocos lo han hecho.
Nacido el 23 de agosto de 1917 en la Ciudad de México, Álvarez del Toro se trasladó a Chiapas en la década de 1940. Fue ahí donde su amor por la naturaleza floreció de manera definitiva. Sin formación académica universitaria formal, pero con una curiosidad incansable y un compromiso férreo, se convirtió en un referente nacional e internacional en el estudio de la fauna tropical.
Su obra más notable no solo está en los libros —aunque escribió varios fundamentales, como Los Reptiles de Chiapas (1960), Los Mamíferos de Chiapas (1952) o Las Aves de Chiapas (1954)—, sino en su impacto directo en el terreno. Gracias a su labor como director del Zoológico Regional de Chiapas, que hoy lleva su nombre, transformó ese espacio en un verdadero santuario para especies en peligro, con un modelo de zoológico de ambiente natural que revolucionó el concepto de encierro animal en Latinoamérica. En lugar de jaulas, propuso espacios abiertos que replicaran el hábitat real, promoviendo no solo la conservación sino también la educación ambiental.
Fue también el artífice de importantes políticas públicas en favor del medio ambiente: impulsó la creación de varias áreas naturales protegidas, como el Parque Nacional Cañón del Sumidero y la Reserva de la Biósfera El Triunfo. Su voz fue escuchada por gobernadores y presidentes, pero siempre con una humildad genuina y una claridad de propósito admirable: proteger lo que no puede defenderse solo.
En 1986, recibió el Premio Internacional de Conservación de la Naturaleza que otorga el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), y fue miembro de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Sin embargo, su mayor logro fue lograr que miles de personas, locales y visitantes, aprendieran a amar la naturaleza a través de su mirada.
Miguel Álvarez del Toro falleció el 2 de agosto de 1996, pero su legado vive entre los árboles de la selva chiapaneca, en cada tucán que alza vuelo, en cada tapir que camina en libertad. Su vida es un recordatorio de que la vocación puede más que cualquier título, y que un solo ser humano, con amor y constancia, puede cambiar el destino de un ecosistema entero.