El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 a. m., un bombardero estadounidense “Enola Gay” lanzó la bomba nuclear “Little Boy” sobre Hiroshima, destruyendo gran parte de la ciudad y matando instantáneamente a unas 78 000 personas, con decenas de miles adicionales falleciendo antes de fin de año por quemaduras y radiación. Esta tragedia puso fin a la Segunda Guerra Mundial en Asia, cuando Japón se rindió el 15 de agosto, pero a un costo humanitario incalculable.
El contexto histórico que llevó a este suceso remonta al desarrollo secreto del Proyecto Manhattan durante la guerra, impulsado por líderes estadounidenses que decidieron usar esta arma devastadora como demostración final de poder y para precipitar la rendición japonesa. Hiroshima fue elegida por ser un centro militar y urbano rodeado por montañas que, según cálculos, amplificarían el efecto de la explosión. En ese momento, millones vivían bajo alerta constante, sin imaginar que aquella mañana sería su fin.
En cuanto a la reconstrucción, aunque la ciudad fue devastada, el daño por radiación resultó ser menos duradero que en otros desastres nucleares posteriores como Chernóbil o Fukushima. Gracias a la aprobación en 1949 de la Ley de Construcción para la Ciudad de Hiroshima como Ciudad de la Paz, más los fondos del estado y donaciones de tierras, la ciudad pudo comenzar un programa de reconstrucción que en aproximadamente seis años le devolvió parte de su vitalidad. En 1954 se abrió el Hiroshima Peace Memorial Park, y en 1955 se inauguró el Museo de la Paz para conmemorar y educar sobre esa tragedia.
Hoy, a 80 años del ataque, los survivientes (hibakusha), cuya edad promedio supera los 86 años, son voces esenciales que transmiten un mensaje urgente: denunciar el uso de armas nucleares y advertir del peligro del rearmamentismo y la doctrina del “equilibrio por disuasión”. En la ceremonia conmemorativa en el Parque de la Paz participaron representantes de 120 países, se realizó un minuto de silencio a las 8:15 a. m., se liberaron palomas blancas y se incluyeron casi 5 000 nuevos nombres en el registro de víctimas, lo que elevó el total asociado a la bomba a cerca de 350 000 fallecidos.
Desde una perspectiva reflexiva, este aniversario nos invita a pensar en la fragilidad de la paz internacional frente a crisis emergentes como las de Gaza o Ucrania, donde la lógica bélica vuelve a ganar terreno. Tal como han señalando el alcalde de Hiroshima y líderes globales, la aceptación de armas nucleares como medida de seguridad debilita los cimientos de lo construido durante décadas en favor de la no proliferación y el diálogo. El paralelismo es doloroso: conflictos actuales nos muestran que el militarismo no crea paz, sino temor y escalada, y que los testimonios de los sobrevivientes pierden fuerza mientras más se diluye su memoria.
En última instancia, la historia de Hiroshima nos exige una reflexión profunda: que la memoria histórica no se diluya, que las ciudades devastadas puedan renacer, pero sin olvidar la advertencia contra la lógica destructiva de las armas. Gaza, Hiroshima y otros escenarios devastados nos demuestran que: la paz no es un estado pasivo, sino un compromiso activo con el diálogo, la justicia y la dignidad humana. Solo así evitaremos que nuevas generaciones hereden guerras en lugar de esperanzas.