La mañana del 22 de julio de 2025, la Casa Blanca anunció que Estados Unidos se retirará nuevamente de la UNESCO a finales de 2026, citando una serie de quejas hacia la organización . Según la portavoz Anna Kelly y otros voceros gubernamentales, la UNESCO promueve una agenda “woke” o ideológica, patrocina causas sociales y culturales divisivas y mantiene lo que califican como un sesgo “anti‑Israel”, especialmente desde la adhesión del Estado de Palestina en 2011. A ello se suma una crítica al enfoque globalista de la organización, incompatible, según Washington, con la política del “America First”.
El Departamento de Estado emitió un comunicado en el que sostiene que “la continua participación en la UNESCO no es de interés nacional”, acusándola de impulsar una agenda globalista contraria a los valores americanos. Se alega también un auge del contenido anti‑Israel en sus documentos y decisiones, cifra que ya fue central en la retirada anterior de 2018.
Audrey Azoulay, directora general de la agencia, expresó que lamenta profundamente la decisión, aunque no le sorprende . Señaló que la organización se ha fortalecido mediante reformas y diversificación de financiamiento —actualmente solo el 8 % del presupuesto depende de EE. UU.— y aseguró que las operaciones actuales seguirán sin despidos. Además, destacó los logros recientes, como la reconstrucción de la ciudad antigua de Mosul, avances en IA y proyectos de educación en zonas de conflicto.
La retirada refuerza una tendencia iniciada bajo Trump en su primer mandato, cuando EE. UU. también abandonó la UNESCO (2017–2018), la OMS, el Consejo de Derechos Humanos y el Acuerdo de París. En esta segunda etapa de su presidencia, el mandatario reitera su visión unilateralista del mundo. Aunque esto puede favorecer posiciones nacionales aislacionistas, también debilita la influencia estadounidense en organismos clave, abre campo a competidores como China, y reduce apoyo a programas educativos, culturales y científicos con impacto internacional y también en comunidades locales de EE. UU.—como investigaciones académicas con universidades estadounidenses o la protección de sitios del patrimonio cultural—. Para la población estadounidense, el costo puede traducirse en menor cooperación internacional y en pérdida de oportunidades en diplomacia científica y cultural.