Cada 5 de junio, el mundo se detiene (o al menos debería hacerlo) para reflexionar sobre la salud del planeta que habitamos. Desde 1973, el Día Mundial del Medio Ambiente nos invita a mirar hacia afuera y hacia adentro: a reconocer que somos parte de una red viva, compleja y delicada que hoy está en peligro. Sin embargo, hay una amenaza ambiental de la que se habla poco, aunque sus consecuencias son profundas, silenciosas y destructivas: la guerra.
Actualmente, hay 56 guerras y conflictos activos que involucran a 92 países. Es el nivel más alto desde la Segunda Guerra Mundial. Más allá del dolor humano, las pérdidas materiales y las heridas que nunca cicatrizan, la guerra es también una agresión directa al medio ambiente. La maquinaria militar moderna —desde tanques hasta cazas de combate— funciona a base de combustibles fósiles, y su huella de carbono es descomunal. Un solo vuelo del caza F-35, por ejemplo, consume más de 5.600 litros de combustible por hora. Y eso sin contar la producción de armamento, que exige grandes cantidades de acero y aluminio, dos industrias altamente contaminantes.
En 2023, la OTAN gastó 1,34 billones de dólares en defensa. Una cifra que impresiona no solo por su magnitud, sino por su contraste: ese gasto militar podría financiar hasta 13 veces la ayuda climática prometida por los países desarrollados. Mientras se sigue invirtiendo en preparación bélica, los compromisos para proteger el planeta siguen sin cumplirse. Es un desequilibrio alarmante.
Lo más grave es que muchas naciones no reportan sus emisiones militares, escudándose en motivos de seguridad nacional. Así, se vuelve casi imposible medir con precisión el impacto ambiental de los conflictos armados. Aun así, hay algo claro: la guerra contamina, destruye ecosistemas, consume recursos naturales y acelera la crisis climática.
El Convenio de Ginebra lo expresa con contundencia: “Queda prohibido el empleo de métodos o medios de hacer la guerra, que hayan sido concebidos para causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural”. Sin embargo, en la práctica, este principio parece quedar relegado. Los cráteres en la tierra, las selvas arrasadas, los suelos contaminados por armas químicas, los ríos convertidos en vertederos, y los pueblos desplazados por fuego cruzado, son testimonio de un sistema que ignora el equilibrio biológico que sostiene toda vida.
Este 5 de junio, además de plantar un árbol o reducir nuestro consumo de plásticos, vale la pena hacernos una pregunta incómoda:
¿De qué sirve cuidar el planeta si no estamos deteniendo a quienes lo destruyen en nombre del poder?
El verdadero compromiso ambiental exige mirar todas las causas del daño, incluso aquellas que se camuflan bajo el lenguaje de la defensa nacional.
Porque mientras el mundo arde en conflictos, también arde en temperaturas récord. Y la paz, ahora más que nunca, es una condición indispensable para la sostenibilidad.
